La primera vez que pude aislar el ruido de la soledad fue al usar el personal estéreo que me había ganado en un concurso de ortografía organizado por la corporación de colegios municipales de la Florida. Recuerdo que el primer casete que escuché en el aparato fue el disco blanco de los Beatles que me regaló mi primo Marco, un melómano dos años mayor que yo y que ya en esa época había decidido que sus gustos musicales estaban en el hip hop.
Eran los inicios de los 90’s, una época de cambios no sólo míos —un preadolescente en ese entonces—, sino que en el país completo, según me enteraría más tarde.
Como sólo tenía ese magnífico disco para apretar play pronto derivé en el uso intensivo de la radio, la que además de ser mucho más generosa en cuanto a variedad musical, tenía la ventaja de gastar menos pila. Usaba, eso sí, aquel disco para medir cuántas canciones me demoraba en el viaje de mi casa al colegio. Aún lo recuerdo: Eran las primeras cuatro canciones del casete.
Los recreos se transformaron así en un aislamiento mucho más soportable. El “patio de tierra” ese polvoriento sector ubicado al fondo del colegio y que albergaba no solo a los más solitarios, sino también a parejas en búsqueda de privacidad y a grupos de chicas que —mientras se peinaban con habilidad sorprendente— cuchicheaban sobre vaya uno a saber qué. Todas estas actividades cesaban apenas el inspector, un tipo fornido y con cara de pocos amigos, hacía su aparición y con gesto similar a quien arrea al ganado nos hacía caminar a la sala de clases.
Yo me entretenía mirando pasar a las personas que caminaban por la vereda. Me inventaba historias respecto de dónde venían y hacía dónde iban. Las tardes después de clase solía repartirlas entre el fútbol y la televisión. En esa época sin la instantaneidad de internet, gozaban de popularidad los programas de videos musicales, que eran la gran fuente de conocimiento que los melómanos podíamos adquirir respecto de nuestros artistas favoritos (y los no tanto), ya que si bien la radio y los discos eran la conexión más directa con la música, el videoclip representaba un momento de completa inmersión para con la canción; era la posibilidad de ponerle imagen a la emoción, y si había suerte, de conocer el rostro del genio detrás de la obra.
Fue la época en la que vi en estreno las canciones que formarían parte de “la banda sonora de mi vida” como dicen los siúticos. También fue la época en que me contagié de peste cristal y tuve que pasar semanas en cama. La única entretención durante esos días interminables fueron mis libros y la parrilla programática de los cuatro canales de televisión que existían en ese entonces. La rutina era simple: tratar de dormir lo más posible para encender la televisión a la hora que comenzaban los programas de vídeos musicales.
Fueron esos días los que marcaron un cambio en mi relación con el mundo que me rodeaba. No sólo porque cuando volví al colegio había crecido casi diez centímetros, sino que además porque estaba al tanto de todas las novedades musicales del momento y cuando me tocó participar en el concurso de “si se la sabe cante” representando a mi alianza —cuyo color olvidé al siguiente día— gané sin apelación, dándole un punto inesperado y decisivo en el triunfo. Eso me convirtió en “el héroe de la semana” y me dio una notoriedad que me abrumaba.
El Matías, uno de los populares del curso, me invitó a un jamón-queso en el negocio del Flaco, un lugar lleno de comida chatarra y gente que recibía mesada. Yo había comenzado a recibirla hacía unos meses, pero la ahorraba para comprarme dos casetes al mes: El disco original de alguna de mis bandas favoritas, más un casete virgen en el que copiaba inmediatamente el contenido del primero, manteniendo la obra original lo más intacta posible.
Matías no sólo era socialmente popular, sino que además tenía buenas notas y gracia para animar al grupo con anécdotas hilarantes. Yo solía garrapatear chistes alternados con poemas en las últimas hojas de los cuadernos, dependiendo del estado de ánimo en el que me encontrara. No supe, hasta hace poco, porqué se los mostré a Matías, pero el asunto es que le gustaron. De hecho le gustaron demasiado.
Un día le hablé de Christina y los Subterráneos, una chica española de la que me había enamorado después de haber visto un vídeo en blanco y negro y en el que apenas se distinguía su delgada figura. Sin embargo no era necesario una imagen más clara, la dulzura y fuerza de su voz que acompasaban historias lúcidas y exentas de onírica bastaban para transformarla en un amor platónico instantáneo. Fue también la época en la que leí comencé a leer ciertas novelas juveniles que quizá fomentaron esa búsqueda de amores imposibles.
Mi nuevo estatus y mi amistad con Matías me obligaba a frecuentar ese espacio que siempre me incomodó: El negocio de el Flaco resultaba ser una especie de imán para quienes vivían interesados en mostrar sus posesiones materiales, cosa que contrastaba con mi personalidad austera. Sin embargo su receta de “completos” (hot-dog chileno) resultaba tan adictiva que pronto no me quedó más remedio que unirme al rebaño que cada recreo se apilaba frente al puesto del Flaco y su mujer.
Un día que Matías faltó a clases aproveché para volver a mi ostracismo en el patio de atrás. Había comprado la semana anterior el Greatest Hits de Queen e iba por un pasillo tarareando “We will rock you” y con un lápiz bic girando otro casete de Deep Purple de camino a mi ex-estancia de los recreos cuando de repente me quedé helado: De frente, caminando hacia mí, venía Christina, la de Christina y los subterráneos.
Por supuesto no era Christina Rosenvinge, pero su tez blanca y su color de pelo rubio —casi rojizo— aderezado con un color de labios rojo eran la viva imagen de esa mujer que empuñaba una guitarra al otro lado del mundo.
La versión chilena de Christina me vio e hizo un ademán de hablarme. Intenté quitarme los audífonos con la mayor gracia posible, pero resbalaron torpemente en dirección al suelo.
Se llamaba Carolina y había llegado hace unos días al colegio a terminar el cuarto medio. Llevaba un papel en la mano, una rifa que tenía que terminar de vender ese mismo día. En mis bolsillos tintineaban un par de monedas que tenía destinadas a comprar unas galletas que reemplazarían como colación a la fruta que mi mamá me había obligado a echar a la mochila. En cuestión de segundos las monedas cambiaron de dueño, y figuraba yo agregando mi nombre en la lista de números de la rifa de Carolina. Unas monedas a cambio de una sonrisa de gratitud, resultó ser una ganga.
Al día siguiente le conté —con lujo de detalles— toda la escena al Matías, quien se interesó de inmediato por conocer a la muchacha. La encontramos en el negocio, rodeada de las chicas populares de su curso. Al hacer contacto visual con ella el corazón me dio un vuelco: Ahí estaba la misma sonrisa del día anterior adornada por un brillo único en esos ojos verde agua que me habían tenido hasta más allá de la medianoche pretendiendo poesías.
Esa tarde fuimos a la casa del Matías a hacer un trabajo que se entregaba a fin de año, pero en lugar de eso nos dedicamos a conversar. En un momento, Matías me mostró un cuaderno con un registro de todas sus “conquistas”, en el que destacaba a las que ya habían pasado por su habitación. Detallaba también su modus operandi: esperaba a que sus padres lo dejaran sólo en la casa durante el fin de semana e invitaba a su chica a una “fiesta” a la que solo asistirían los dos. Yo, como buen mojigato, intenté cambiar el tema encendiendo la tele. Justo había comenzado un programa de videos musicales y ambos estuvimos de acuerdo en que Carolina era todo lo parecida a Christina que se podía apreciar en una pantalla de trece pulgadas y sin HD. Antes de irme Matías me pidió los cuadernos del día anterior para copiar la materia.
Al día siguiente Matías era otro. No me habló en todo el día, y en consecuencia yo tampoco. Me devolvió los cuadernos con el tono de un hombre que hace algo por obligación. Desde ese día comenzó a usar también un personal stereo y apenas sonaba el timbre del recreo salía disparado en dirección al negocio del Flaco. Yo por mi parte retomé mi costumbre de quedarme en el patio de atrás escuchando música.
Todo parecía volver a ser como antes.
Lo único que extrañaba —y con mayor fuerza, con el pasar de los días— eran los completos del negocio del Flaco. Y como yo no tenía ningún problema con Matías ni habíamos discutido por algo, no sentí que fuese una intromisión a su territorio ir a zamparme un hot-dog chilensis.
No fue extraño verlos juntos. El código de la amistad masculina prohibe enamorarse de la chica de la que primero se enamoró un amigo, y la única manera honorable de quebrar esa regla es terminando la amistad. La rabia que sentí al entender la situación se apaciguó pronto: Me conocía, y sabía que era demasiado tímido como para hablarle. Menos aún para haberla invitado a salir.
“Mil pedazos de mi corazón, volaron por toda la habitación” cantaba Christina. Pero no iba a permitir que eso me pasara a mí. Decidí poner atención a los comentarios de las chicas que se peinaban en el patio de atrás, y fue así que me enteré que de un día para otro Matías se había vuelto un eximio poeta, y que esa fue una de las razones por las que Carolina había caído rendida a los brazos de Matías. También me enteré que ese fin de semana ambos iban a ir a una “fiesta”.
Siempre me rehusé a verme como el héroe de la escena final. Creo, con total honestidad, que no hubo mucho mérito en aquella nota que escribí usando una hoja del final de mi cuaderno, y que apenas decía: “En su escritorio, en el segundo cajón de arriba hacia abajo”.