Raimundo era un hombre normal.

O por lo menos lo era en el sentido convencional de la palabra. Trabajaba en una fábrica ubicada en las afueras de Santiago, salía de casa casi de madrugada para poder tomar el bus de acercamiento, pero no sin antes dejar servido el desayuno a su mujer y sus dos niños.

Raquel, su mujer, había elegido quedarse a cargo de la casa y del cuidado de los hijos. Su carácter avasallador la llevaba a formar parte de cuanta actividad de colaboración pudiera participar, desde la directiva del curso de los mellizos José y Francisco, pasando por la junta de vecinos del barrio, hasta los grupos de la iglesia a la cual asistían. Debido al horario de su trabajo, Raimundo no participaba de ninguna de esas actividades, pero alentaba el carácter participativo de su mujer y trataba de que sus hijos también lo desarrollaran.

Raimundo era un hombre de rutinas. En el trabajo había mantenido su cargo de jefe de bodega por más de veinte años; Todos lo conocían y respetaban su experiencia y su forma de hacer las cosas: “Sin apuro ni pausa” era su respuesta envuelta en una sonrisa afable cada vez que alguien quería poner urgencia en sus quehaceres.

El bus de salida se tomaba a las cinco de la tarde. Raimundo se ubicaba invariablemente en el asiento de detrás del chofer. Cuando un trabajador nuevo quería ocupar su asiento don Jacinto, el chofer con el que siempre viajaba de vuelta, le hacía notar al recién llegado —con evidente falta de amabilidad— que ese asiento estaba RE-SER-VA-DO.

El único momento del día en el que Raimundo tenía un comportamiento extraño ocurría al llegar a su casa. Luego de meter llave a la reja —y antes de abrir la puerta—, dejaba su maletín en suelo, tomaba la manguera y se disponía a regar. Ponía especial cuidado en mantener la “taza de riego” de los dos cipreses que interrumpían el verde oscuro del pasto. Ambos árboles habían sido plantados un par de años antes de que Raimundo conociera a Raquel.

Como es lógico, a Raquel siempre le llamó la atención que su marido tuviera esa manía, sin embargo, no podía quejarse de lo que para sus amigas era motivo de envidia. Un hombre que se preocupara de mantener el frontis de la casa en tan perfecto estado no debía de ser cuestionado. Además siempre estaba tan ocupada en mil cosas que el tiempo que Raimundo demoraba en regar ella lo ocupaba en poner la mesa y ordenar a los niños para que estuviesen presentables al sentarse a la mesa. Era el momento en que ella se daba cuenta del ocaso del día y de que debía comenzar a bajar la intensidad de sus labores.

Una vez que Raimundo entraba en la casa su tiempo lo invertía por completo en su mujer y sus hijos. Se preocupaba de ayudar en los quehaceres, de ir al supermercado si es que faltaba algo, de que los niños se lavaran los dientes y dejaran todo listo para el siguiente día de colegio, y antes de irse a la cama se instalaba junto a su mujer a secar los platos, mientras ella lavaba y le ponía al tanto de los pormenores del día.

Pero todo cambió el día del accidente. Una falla en uno de los carros de la fábrica que transportaba casi media tonelada de tarros de óleo de pintura se desparramó por el pasillo por el que iba pasando Raimundo, quebrándole la pelvis. Pasó casi un mes en el hospital, y para cuando lo derivaron a su casa para el post operatorio había dejado de ser él mismo. Su carácter calmado, casi cansino, se transformó en huraño y hosco. La mirada pensativa y nostálgica derivó en otra, distante y taciturna, como si la zona del cuerpo quebrada hubiese sido su corazón.

Raquel tuvo que despejar su agenda para ocuparse del accidentado. Era esta la primera vez en todos sus años de relación que pasaban día y noche juntos. Al principio ella ni siquiera reparó en ello, tan ocupada estaba en restablecer la salud de su esposo (y de hacer caso omiso a su mal humor). Sin embargo, con el correr de los días empezó a sentir la falta de vida social. Ya en el inicio de la segunda semana de estar en casa Raimundo advirtió la necesidad de su mujer y le insistió que no era necesario que estuviera todo el día con él, que podía quedarse solo un par de horas. Raquel no hizo demasiados esfuerzos para disuadir a su esposo y viendo que tenía la comida y remedios a mano salió rauda a una junta de la pastoral de jóvenes de la iglesia.

Volvió junto con la caída de la tarde. Raimundo había salido al jardín en su silla de ruedas y con la ayuda de los niños había comenzado a regar. Raquel sintió una mezcla de remordimientos por no haberlo hecho ella misma antes de salir, y de rabia por ver que su marido arriesgaba su recuperación por su manía de echarle un poco de agua al pasto; No obstante se detuvo en el intento de discutir con su marido: La mirada de furia de Raimundo ante su expresión de reproche coartó todo intento de tocar el tema.

Raquel retomó rápidamente su rutina de salir durante gran parte del día, y Raimundo no parecía tener problema con ello. Él se preocupaba de salir a regar apenas sentía que su mujer encendía el auto, y ella se aseguraba de dejarle a mano la manguera, en una tregua tácita y silenciosa. El tiempo que estuvo en la silla de ruedas fue don Carlos, el jardinero del barrio, quien le ayudó a cortar el pasto y mantener la forma de los árboles. Una vez por semana se instalaba a su lado para revisar que el trabajo se hiciera como él lo esperaba.

Pasaron casi cuatro meses para que Raimundo volviera a caminar. En todo ese tiempo la relación entre él y su mujer se había vuelto gélida, casi extinta. Ella se refugió en sus hijos y sus actividades fuera de la casa, él acentuó su ostracismo y pasaba cada vez más tiempo en el jardín.

Una noche de verano Raquel llegó más tarde de lo habitual y con evidente olor a alcohol. Los niños se habían ido esa semana al sur con sus abuelos, y Raimundo —extrañamente— estaba en el sillón, viendo un partido de fútbol. Cuando sus miradas se cruzaron Raquel, desinhibida producto de las copas de más, increpó a Raimundo. Le exigió a viva voz saber porqué había cambiado, qué había hecho ella para merecer este trato tan distante. Que si acaso tenía otra mujer…

Mientras su esposa lo increpaba, Raimundo escondía su cabeza entre sus brazos. De pronto y sin poder contenerse cayó en un llanto tan inconsolable que Raquel dejó de lado su momento de desahogo y se sentó junto a él. El sollozo duró minutos interminables, durante los cuales ella, desconcertada, alternaba la entrega de pañuelos desechables que mantenía en la cartera junto con caricias en su cabello. Una vez sofocado el dolor, Raimundo le contó su historia:

—Antes de que tú y yo nos conociéramos tuve una esposa y una hija, las dos se llamaban Alicia. —Balbuceó— en realidad, nunca estuve casado legalmente porque así ella podía usar la pensión que le heredó su papá, que había alcanzado un alto grado en el ejército. Era hija única y huérfana desde pequeña porque sus papás habían fallecido en un accidente en un helicóptero. Siempre que hablábamos del tema yo le preguntaba porqué nadie investigó el caso, pero ella siempre me contestaba con evasivas. Cuando sus papás murieron ella se tuvo que ir a vivir con un tío, que se quedaba con el dinero de su pensión y que además abusaba de ella.

“Se escapó de ese horror apenas fue mayor de edad. Nos conocimos al poco tiempo, yo apenas había terminado el colegio y estaba haciendo la práctica en la fábrica. Nos fuimos a vivir juntos por amor, pero también por necesidad. Si me lo preguntas yo me hubiese casado con ella, pero la necesidad tiene cara de hereje. De hecho a ti te pedí matrimonio a los meses de…”

—¿Y ella te pedía regar todos los días?—interrumpió Raquel.

—¿Cómo?

—Que si ella tenía esa manía de regar.

—No, ninguno de los dos regaba, a menos que se estuviera secando el pasto.—Le dijo, intentando amenizar— perdóname que te haya ocultado esto durante tanto tiempo, pero siempre necesité borrar el pasado, o al menos ocultarlo.

Raquel no sabía cómo actuar, por un lado deseaba continuar escuchando los detalles de la relación que su marido tuvo antes de ella, y por otro lado un sentimiento muy parecido a los celos iba naciendo en su interior.

—Voy a la cocina a buscarte un vaso de agua con azúcar, para que te calmes.

Cuando volvió al sillón había decidido escucharlo.

—Vivimos varios años con alegría y tranquilidad. No necesitábamos mucho y con su pensión y mi trabajo nos pudimos construir esta casa y vivir sin mayores sobresaltos una vida austera pero en paz. Cuando nació la pequeña Alicia sentí que mi felicidad era completa, pero la felicidad mía y de mis Alicias estaba destinada a terminar. —suspiró y tomó aire— Luego pasaron cuatro años, lo recuerdo perfecto porque fue a la semana siguiente que estuvo de cumpleaños, que quedamos en juntarnos para ir al doctor. —hizo una pausa— Ella me había insistido en que no era necesario, que no era bueno que pidiera permiso en el trabajo para cosas que no eran urgentes. Pero yo necesitaba estar con ellas y me agarraba de cualquier excusa para tomar en brazos a esa pequeña que con un solo gesto me derretía. Habíamos quedado en juntarnos en la esquina de Matucana con Agustinas, porque ahí estaba una de las paradas del bus de acercamiento de la tarde que tenía la fábrica en esos años.

Su mujer le quitó con suavidad el vaso y lo dejó en la mesita de centro.

—Si no te lo quito se te va a romper en la mano.

—La noche anterior la pequeña había estado con fiebre, por lo que durante el viaje en el bus me dormí sin darme cuenta. —continuó— Me desperté del golpe contra el asiento de adelante… El bus fue a dar contra un local comercial al querer esquivar a un desgraciado que cruzó a mitad de calle… Atropelló a seis personas, cinco adultos y una niña de cuatro años. —Suspiró— mis dos Alicias habían sido llevadas por la ambulancia antes de que yo pudiera salir del bus.

Raimundo estaba agitado. Su mujer le hizo un gesto para que se detuviera y el accedió. En silencio se fueron a la habitación y lo recostó en la cama. Luego fue al baño, a su ritual nocturno de quitarse el maquillaje y colocarse cremas anti-arrugas. La luz del velador de Raimundo estaba encendida, y el estaba dado vuelta para el lado donde ella dormía.

—No recuerdo cómo llegué al hospital.—Dijo Raimundo, una vez que ella se metió en la cama— La pequeña Alicia había fallecido de camino, en la ambulancia. Alicia, mi mujer, murió esa noche.

De pronto Raquel se dio cuenta de que, por la proximidad del accidente el hospital San Juan De Dios —donde operaron a su marido— era el mismo donde habían fallecido las Alicias.

—Yo no quería dejarlas atrás, no quería enterrarlas… no podía dejarlas en un lugar retirado de la ciudad donde no pudiera honrarlas a diario. La muerte de ambas fue un completo sinsentido, un absurdo y yo no, no podía despedirme así como así. En esa época ni siquiera la cremación era algo común, pero yo había leído sobre las “ánforas biodegradables” una forma de transformar las cenizas de un ser querido en un árbol. No tuve mayores problemas con los trámites, ya que ni Alicia ni yo teníamos parientes cercanos, y los tipos de la funeraria fueron bien respetuosos, sobre todo después de contratar el servicio más caro.

Su mujer se estremeció ante la idea de haber estado viviendo todos estos años con las cenizas de dos personas en la entrada de su casa, pero se abstuvo de interrumpir a su esposo.

—Todos estos años el tener cerca una parte de ellas reafirmaba mi la idea de que no las estaba olvidando, de que estaba haciendo algo por ellas, de que seguían siendo parte de mi vida… Pero después del accidente me he dado cuenta, primero, de lo frágil que es mi propia vida y segundo, de que he estado recordando siempre la muerte de mis Alicias, pero he sido egoísta y no he compartido contigo ni con los niños la vida que tuve con ellas, y que es lo que de verdad debería recordar…

Raquel se quedó en silencio, aturdida por la avalancha de información, y con la necesidad ferviente de procesarla toda cuanto antes. De pronto Raimundo le tomó la mano y la miró a los ojos.

— Raquel, cuando te conocí supe que eras la mujer de mi nueva vida. Tú vives a mil por hora, eres capaz de hacerte cargo de todo, de los niños, de la casa y aún con toda esa carga te haces el tiempo para ayudar a los demás, y más encima lo haces sin afán de figurar; eres espontánea y has soportado mi mal genio de estos meses, —dijo, intentando congraciarse— quiero que sepas que te amo, a ti a nuestra familia, y que de ahora en adelante no tendré más secretos para ti… Te pido perdón por no haberte contado…—Las frases se fueron desarmando en la medida que advertía que no había cambios en la mirada de su mujer.

—Es mejor que te duermas Raimundo, acuérdate que mañana vuelves al trabajo.

Al día siguiente, al volver del trabajo, vio a Raquel en el jardín, leyendo, sentada en una mecedora rescatada de la pieza de cachureos. Apenas lo vio cerró el libro y tomó la manguera.

—También tengo que confesarte algo Raimundo. Siempre quise que uno de los mellizos fuese niñita.

Raimundo no contestó. Raquel echó a correr el agua y apuntó la manguera al cielo, presionando el chorro con el pulgar para que saliera de manera fina.

Llovía de alegría en el jardín, lloraba de alegría Raimundo abrazando a su mujer, y las raíces de los cipreses —luego de años de espera— bailaron de alegría.

7 respuestas en “Las raíces del agua”

  1. Me embargó una nostalgia conocida…
    Un relato hermoso, cada día mejor.

  2. Primo:
    Hermoso cuento, leido en voz alta para mi esposa. Es hermoso lograr la atención silenciosa de la mujer que amas, me enorgullese que al terminar la lectura me ganó el “quien vive “, ella se me adelantó diciendo ¡que hermosa forma de escribir! nos hace transportarnos a la Familia de Reymundo y sus familias.

    1. Qué te puedo decir primo, me emociona tu comentario.

      Un abrazo a ti a tu amada.

  3. Primo:
    Hermoso cuento, leido en voz alta para mi esposa. Es conmovedor lograr la atención silenciosa de la mujer que amas, me enorgullese que al terminar la lectura me ganó el “quien vive “, ella se me adelantó diciendo ¡que hermosa forma de escribir! nos hace transportarnos a la vida de Reymundo y sentirnos parte de ella.

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