Jaime Gutiérrez es mi nombre y sí, es un nombre común en Chile. Tan común que en el colegio tenía un compañero que se llamaba igual que yo, tanto es así que en mi familia soy la tercera generación de Jaime Gutiérrez.

Nunca me gustó sentir que era un tipo común, así es que desde chico me preocupé de vestirme diferente, hablar distinto, de escuchar otro tipo de música, etc. Si veía que el resto empezaba a ir para el mismo lado que yo de inmediato buscaba otros intereses. Luego llegó la adultez, las responsabilidades, la-casa-la-mujer-y-los-hijos y ya no me quedó tiempo para seguir jugando al chico alternativo.

Nunca fui muy sociable, ni me preocupaba serlo, creo que tal vez la única cosa que me permitió conectar con mi entorno fue mi buena disposición a ayudar, o mejor dicho, a resolver cosas, sobre todo en temas tecnológicos. Desde que se masificaron los computadores en Chile, a mediados de los 90’s, que me convertí en “el cabro que arregla computadores”. Y lo hacía con genuino interés. Nunca quise cobrar aunque, por lo general, no era necesario: La gente siempre era agradecida y lo menos que recibía en aquella época era una invitación a comer pan con palta y coca-cola, siempre en cantidades más que generosas.

De grande me refugié, como la mayoría de los hombres inseguros, en el trabajo y en el vil dinero. Con María Paz nos casamos relativamente jóvenes (antes de los treinta) y al año tuvimos gemelos. Contrariando los deseos de mi padre (y seguro que también de mi abuelo), ninguno de los dos heredó mi nombre.

Más rápido de lo que había pensado comencé a escalar en el organigrama de la empresa hasta llegar a la sub gerencia de informática. Coincidió mi meteórico ascenso en la escala social con mi crisis matrimonial. Ya no había motivos para continuar una relación en la que ninguno de los dos se sentía cómodo. Nos separamos (casi) amistosamente, le dejé todo lo material que me pidió y pude así dedicarme en cuerpo y alma al trabajo.

No puedo culpar a mi mujer, mucho menos a mi trabajo. Creo haber mencionado que desde siempre he sido un tipo más bien tímido y poco dado a establecer relaciones profundas. Un profesional del área de la sicología dirá que eso tiene que ver con mi historia familiar (al parecer siempre tiene que ver con eso), pero yo diría que es algo mío. Mi relación con mis padres es distante pero cordial, ellos viven en el norte desde que jubilaron y voy a verlos un par de veces al año. Los ayudo económicamente y ellos están, creo, orgullosos de tener un hijo gerente de empresa.

Me vine a un departamento ubicado cerca del trabajo. Mi rutina es simple: Me levanto temprano, preparo café, reviso las noticias y leo los correos mientras desayuno. Sobre esto último me ha pasado algo bien curioso: Desde hace un par de semanas que por error llegan a mi bandeja de entrada los emails de otro Jaime Gutiérrez. En un principio no le di mayor importancia, pero durante mis primeros días de vacaciones me dediqué a curiosear los correos de este, uno de mis cientos de tocayos de nombre y apellido. La mayoría eran ofertas de tiendas de retail genéricas, por lo que no me pude hacer una idea de su edad o en qué ciudad vive.

Al cuarto día de las vacaciones llegaron los gemelos. Usualmente viajábamos al norte a ver a mis papás, pero en esta ocasión mi madre insistió en que mejor no fuéramos, que mi papá “andaba con las mañas” y que si iba me iba a echar a perder las vacaciones. Por una parte me sentí aliviado, el norte nunca me gustó tanto (ni pasar tanto tiempo con mis padres) y quería cambiar de aire, pero por otra me complicaba hacerme cargo yo sólo de dos niños de diez años. Como solución práctica decidí que iríamos a un resort que está a la salida de Santiago, así me ahorro la logística de organizar un viaje en avión y los gemelos pueden hacer lo que quieran mientras yo veo tele o leo. Gracias a Maria Paz y a mis genes ambos son niños tranquilos, por lo que es poco probable que se metan en problemas.

Se fueron a dormir temprano. Yo me quedé un rato más viendo un partido de la liga inglesa. Pasada la medianoche me dio hambre y aburrimiento, aunque más de lo último, por lo que fui al área de comida del resort a ver si encontraba algo de comer o tomar. Un amable empleado me indicó que la cocina estaba cerrada, pero que el restaurante estaba abierto. No quise ir a comer sólo, así es que me quedé en la barra del bar y pedí un whisky.


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Llevo menos de veinte minutos en el bar cuando una mujer se sienta a mi lado. No es precisamente el tipo de belleza física que me vuelve loco pero su desplante llama la atención de cualquiera. Se llama Paula y es cirujana, trabaja en el hospital clínico de la Universidad Católica. Me llama la atención cómo la conversación fluye rápidamente desde lo pedestre, pasando por personas en común y de ahí a situaciones íntimas.

De pronto miro el reloj: Van a ser las cinco de la mañana. En máximo tres horas más los gemelos van a despertar y yo estoy a una copa de terminar de perder el autocontrol. Hago un esfuerzo y le explico la situación a Paula, me entiende y quedamos en vernos la siguiente noche.

Su beso se siente cálido, infinito.

Si acaso algo bueno tiene la rutina del estrés es que el cuerpo está acostumbrado a descansar poco. Fernando y Oscar se levantaron cerca de las nueve y media, nos vinimos a tomar desayuno y ahora ambos juegan en la piscina mientras yo los veo desde mi silla.

No pude estar más de un día sin ver mi email. «No puedes llegar tan alto si no tienes obsesiones» es lo que suelo decirme para apaciguar la culpa. El del trabajo, fuera de un par de pendientes estaba todo en orden, el mail personal lo mismo, excepto por un recordatorio de que mi mujer (mi “ex”, aún no me acostumbro) está de cumpleaños esta semana.

Enviado a la papelera.

“Seleccionar todos” / “Borrar”, mi ojo experto alcanzó a detectar un asunto extraño: “Entrega de resultados de exámenes”. Vienen los resultados de una biopsia y como no soy médico no estoy seguro de cuál es el diagnóstico. El nombre de la clínica me llama la atención, nunca la había oído.

Dejo el celular a un lado y me sumerjo en pensamientos aleatorios que parten por adivinar quién es la persona de los exámenes, pienso en averiguar del tema más tarde y también en hacerme un chequeo preventivo. Pienso luego en Paula justo cuando una sombra me tapa el sol, es ella y creo que al chequeo debo sumarle una visita al oftalmólogo porque hoy se ve mil veces más linda que anoche. Aunque es posible que el beso de anoche haya cambiado mi percepción de ella.

Se sienta en la silla de al lado. Me pregunta sobre los gemelos. La situación es incómoda y ella lo capta. Justo cuando hace el ademán de ponerse en pie para irse recuerdo el tema del email con los exámenes de mi tocayo, una excusa burda para que se quede. Le paso mi teléfono y ve las imágenes con los resultados. Me dice que lo que ve allí no es bueno, pero que no me preocupe, que de la clínica seguro van a contactar al paciente y aprovecha de contarme un par de cosas sobre su trabajo. Pero yo no la escucho porque no puedo dejar de pensar en esa persona que tiene mi mismo nombre y que en poco tiempo se va a morir. Mi familias paternas son longevas y aún no he sepultado a ningún ser querido.

Paula advierte mi preocupación, y yo veo que ella lo ve.

—Si quieres llama. En uno de los archivos adjuntos está el teléfono.

Dudo, no tengo porqué hacerlo. No, es una estupidez… ¿Qué le voy a decir? «Señor, por error me llegó el aviso de que usted tiene cáncer terminal y se va a morir», pero por otro lado no puedo dejar de pensar en que existe una absurda posibilidad de que nadie le avise, o le avise demasiado tarde.

De nuevo Paula parece leerse la mente: “Digita el teléfono y yo la llamo. Tiene más sentido que yo lo haga”. Y tiene razón.

Comienzo a escribir los números en el teléfono. “Más / cincuenta y seis / ocho ocho cuatro / noventa y…

Se me cae el celular, Paula lo recoge y ve el número que estaba en la pantalla.

«Papá».

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