Cuando uno llega a cierta edad las pasiones se transforman, y dejan de ser pasiones para convertirse en hábitos.


En otra época jamás me hubiese interesado por el comportamiento de los perros de mi barrio, si con suerte le había hecho caso a la Kitara, una fox-terrier que mi mujer trajo a la casa un día y de la cual no pude desprenderme. No le tomó mucho tiempo ganarse mi cariño, me acompañaba tanto a comprar el pan como a la plaza del barrio cuando llevaba a jugar a mis hijos, siempre saltando de gozo. Luego y con el correr de los años ambos nos hicimos más viejos y sedentarios, y mis hijos cambiaron los atronadores gritos infantiles de la plaza por el incómodo silencio de la adolescencia en sus habitaciones.

Kitara rara vez ladraba. Es increíble, pero no logro recordar el sonido de sus ladridos tanto como su forma de abrir la puerta de mi despacho para echarse cerca de la estufa en invierno, o del ventilador en la época de calor. Podía estar horas esperando a que terminara mis informes, e incluso parecía estar pendiente de mis estados de ánimo, ya que cada vez que solía discutir por teléfono se levantaba de su lugar de reposo y se echaba a mis pies, para luego buscar el momento propicio para que le acariciara el lomo.

Pero eso de que los perros de mi cuadra ladraran todas las noches a la misma hora, de eso no me percataba.

Una vez que nuestros hijos abandonaron el nido, las fechas y los acontecimientos se tornan difusos. No obstante puedo afirmar que lo primero fue mi enfermedad, la que me mantuvo varios meses en el hospital, y que dio paso a una recuperación lenta y dolorosa, pero en casa.

Y entremedio la muerte de Kitara.

Había sobrepasado con largueza la esperanza de vida de su raza, algo dentro de mí (“tu ego”, decía mi mujer) me decía que había aguardado mi total recuperación para poder despedirse, aunque cada día que pasa lo dudo más. La enterramos en el jardín con la ausencia de mis hijos, quienes no pudieron venir ya que recién se estaban instalando en un país del hemisferio norte.

Por aquel entonces tomé la costumbre de regar por las noches, tarea que siempre se la había adjudicado mi mujer y a la cual solía unirme de vez en cuando y en calidad de acompañante y siempre que el clima fuera grato. Lo hice porque noté que se había debilitado mucho y que cada vez le era más difícil cumplir con su auto impuesto listado de tareas de dueña de casa.

Como dije al comienzo, a cierta edad (la mía) las pasiones se alejan y los hábitos se toman el día a día, así como las visitas al doctor y los pastilleros. Poco a poco tuve que quitarle espacio a mi trabajo que fue mi pasión de toda la vida para entregársela a mi salud y a la de mi mujer, quien empeoró en cosa de meses.

Todas las noches salgo a regar a la una de la madrugada, apenas terminan el noticiario de trasnoche, y los perros de mi barrio ladran, pero nunca pasa nadie por fuera de sus casas.

Nadie me lo quiso decir en su momento, pero es cosa lógica ver que el cáncer se le incubó en la época de mi enfermedad. Nuevamente es mi ego, diría ella, pero me resulta inevitable pensar en que es mi culpa que se haya ido tan pronto. De cualquier manera, siempre habría sido demasiado pronto.

Fue un funeral en el estilo de ella, tranquilo y emotivo, sin pompa, pero con muchos recuerdos y fotos de su vida. Nunca nadie podría haber organizado las cosas de la forma en que ella las hacía, pero mis hijos se esforzaron en que fuese una conmemoración digna de ella. Yo estuve presente todo el tiempo, al menos mi cuerpo estuvo ahí a su lado.

El sepelio terminó tarde y la gente se quedó un rato más conversando en la entrada de la casa. Afortunadamente no quedaba nadie cerca de las una de la madrugada, que es la hora en la salgo a la entrada de mi casa, a regar.

Los perros de mi barrio ladran, no hay nadie más, excepto yo.

Pero ¿realmente estoy?

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