Si ya es vergonzoso reconocer que durante años estuve en pie de guerra contra un árbol, peor es reconocer que no gané dicha pelea.

Todo partió el día que llegué a vivir a la casa esquina de el Peumo con Lago Budi, durante años había soñado en comprarla, y cuando lo conseguí me transformé en cierta forma en la envidia de mis amigos, debido al frontis de la casa que había sido siempre objeto de admiración para quienes nos criamos en aquel barrio.

Las primeras semanas no hubo problemas, hacía menos de un mes que el “Maestro Teo” el jardinero del sector, había ido a podar el pasto y los árboles, los que en realidad eran sólo dos: El pequeño naranjo que estaba más lejos de la puerta de la reja, y el limonero.

Debo partir ensalzando las virtudes de mi rival. Desde siempre fue el árbol más prolífico que haya visto, y es que salvo los crudos meses de frío invierno en Santiago, el resto del año siempre tenía por lo menos entre una y dos docenas de frutos, y no eran cualquier limón, no señor, eran los más ácidos y jugosos en varios kilómetros a la redonda. Debido a que este arbusto se encontraba a la entrada de mi hogar más de alguna vez sorprendí a gente hurtando sus sabrosos frutos. Lo cierto es que eso nunca me molestó, al contrario, disfrutaba de poder compartir la generosidad del árbol. Quizá por eso mismo me rehusaba en un principio a podar sus ramas, y sólo lo hacía cuando era extremadamente necesario.

El día que llegué a la casa con mi primer auto fue (con toda certeza) el día que comenzó la guerra; Me di cuenta de que cada vez que iba a abrir el portón de la reja el limonero se las arreglaba para agredirme con una de sus ramas. Al principio y como es lógico no le di importancia: lo tomé incluso como algo gracioso, de esas casualidades simpáticas que sólo ocurren para hacernos reír, sin embargo continuó pasando incluso cuando entraba o salía de la casa, aunque fuera a comprar el pan al negocio de la esquina.

Mi actitud lenta y progresivamente fue cambiando, trataba de no darle importancia al asunto, hasta que un día el arbusto cruzó el límite de mi paciencia: venía entrando con una torta en la mano para celebrar el cumpleaños de uno de mis hijos e intentaba abrir la reja, cuando cae un limón medio a medio en el pastel que traía para la hora del té. “Era un limón que cayó porque estaba maduro” pensé, pero cuando fui a recogerlo me di cuenta de que ni siquiera había crecido lo suficiente, ¡ni siquiera tenía una mancha amarilla! estaba cien por ciento verdoso.

De ahí en más comencé a actuar con rabia soterrada contra el limonero; cada vez que mi mujer me pedía que cosechara limones lo hacía moviendo el tronco con todas mis fuerzas. Dejé de regarlo a diario y comencé a preocuparme más por el naranjo pequeño y tímido, que con suerte daba frutos una vez al año. Esto pareció envalentonarlo ya que comenzó a crecer tanto en tamaño como en cantidad de frutos. Yo estaba feliz.

Pero mi egoísta alegría duró poco, ya que por motivos de negocios tuve que viajar fuera del país durante más de cuatro meses, y la persona que dejé cuidando la casa no se preocupó de regar el jardín, ni menos de aplicar el líquido anti plagas a ninguno de los dos árboles, por lo que cuando regresé el naranjo ya había sido consumido por un millar de pulgones que habían infectado desde la más minúscula hoja hasta el comienzo del tronco. Por su parte, el limonero también lucía infesto, pero con mejor aspecto que su compañero.

No puedo negar en que pensé en dejarlo morir; sería una forma lenta, letal y sin culpa de deshacerme de un ser que me despreciaba y por el cual yo había dejado de sentir afecto. Si no hubiera sido por mi vecina, la señora Luisa, que llamó a una empresa de fumigación (y me obligó a pagarla) la vida del limonero se hubiese apagado lentamente.

No puedo dejar de mencionar que había encontrado una forma sutil de humillar a mi contrincante. Cuando me di cuenta de que había crecido hacia el lado de la reja dejé una rama para que sujetase la reja, de esa manera lo obligaba a ser parte de mi labor diaria de entrar y sacar mi auto. Al menos dos veces al día me sentía ganador de esta esta reyerta.

Pasaron los meses y nuevamente mi vecina, Doña Luisa, se hizo presente en la historia. Me “sugirió” con bastante vehemencia que podara el árbol. A esa altura yo no tenía intención de gastar dinero en él, además el maestro Teo estaba recién operado de la cadera, por lo que un sábado en la mañana tomé mi serrucho, oxidado por la falta de uso, y procedí a “podarlo”.

Si bien en un principio pensé que era cosa sencilla, al poco andar me di cuenta de que era una tarea tremendamente fatigosa, sobretodo debido al tamaño del limonero. Comencé buscando las ramas que molestaban a la gente que pasaba por fuera de la casa, pero pronto me rendí y opté por cortar el cuasi tronco que iba en dirección a la vereda. Poco a poco y en la medida que iba cortando ramas mi rabia contra el arbusto frutal se iba haciendo mayor. La mezcla de ira e ignorancia respecto de cómo podar un árbol dieron como resultado un adefesio que bien podría haber adornado el jardín del doctor Frankenstein.

Lo que en un principio fue la envidia de mis vecinos y amigos de infancia se transformó de un día para otro en motivo de burla y crítica a mi gestión de dueño de casa, cuestión que no me importó en lo más mínimo. Había derrotado a mi rival y estaba tan dispuesto a disfrutar de mi victoria como a mantenerla en el más oculto de los secretos.

Pasaron un par de meses y con mi familia nos vimos en la necesidad de cambiar de ciudad definitivamente. La logística de la situación era tan absorbente en términos de tiempo que poco y nada de caso le hacía al limonero. Sólo cuando la familia que compró la casa reparó en lo hermoso del árbol me di cuenta de que había reflorecido.

—Eso sí, parece que la persona que lo podó no tenía idea de cómo hacerlo —dijo el hombre, con evidente molestia— todo el mundo sabe que dejarle muñones a un árbol es similar a dejar una herida abierta en un humano. Además está lleno de pulgones… Veo que tendremos que invertir bastante si es que queremos hacer limonada — dijo mirando a su mujer.

Confieso que la única vez que había sentido un nivel de incomodidad similar fue el día que fui a la casa de mis suegros por primera vez. Tal vez por eso accedí a rebajar el precio de la venta, y quizá por eso sentí tanto alivio al momento de firmar el traspaso.

El día de la mudanza, mientras acarreaba una caja de mi taller hacia el camión me di cuenta de que tenía al frente una rama. No era la misma rama de siempre, la que me hubiese golpeado antes de advertirla; esta era distinta, más delicada, abarrotada de hojas de un color verde primaveral. Me estorbaba el paso, pero no era su intención molestar, estoy seguro de ello.

Tuve que bajar la caja para mover la rama y apoyarla en la que estaba un poco más arriba. La casa nueva se encuentra al otro lado de la ciudad, por lo que tuve que inventarme una muy buena excusa para volver sólo la tarde de ese mismo día.

Tomé la manguera y el líquido anti plagas. Recordaba perfectamente el lugar donde estaban.

No pude sacar todos los pulgones, pero hice mi mejor esfuerzo. Y le dejé suficiente agua hasta que llegaran los nuevos dueños.