¿Un piedrazo? Demasiado troglodita.
Aún no sé cómo, pero tengo que vengarme. Desde hace un par de meses creí que ya había dado el asunto por superado, pero desde que vi la maldita patente del auto me di cuenta de que no podía dejarlo pasar.
Por supuesto que esperaré a que no haya gente al interior del vehículo, soy vengativo, pero no un criminal. Confirmé en internet si es que lo había vendido, y no, sigue siendo de su propiedad. Cada vez que recuerdo las catorce cuotas que pagué, incluso después de haber terminado, por un vehículo al cual me subí apenas cincuenta y tres veces, mi ira aumenta.
Lo sé. Debí haber puesto el auto a mi nombre y el crédito automotriz a nombre de ella, pero por amor uno hace idioteces.
¿Un bate de béisbol? Demasiado callejero.
Nunca le he tenido especial cariño a las cosas materiales, no es eso lo que me molesta. Lo que en verdad me molesta es que no se haya deshecho de las cosas que fueron parte de nuestra vida juntos. Me enorgullezco de la férrea disciplina que tuve para haber borrado toda evidencia de nuestra relación: regalos, fotos, canciones, cartas cursis… todo desapareció apenas me fui de la casa.
Sin embargo, parece que para ella no fue tan doloroso el hecho de que hayamos terminado, prueba de ello es que sigue manejando el auto que le regalé hasta el día de hoy.
Igual me da lo mismo, yo no sé manejar ni tengo intenciones de aprender. Soy feliz andando a pie o en bicicleta, y cuando voy lejos, pago un taxi. Soy un tipo práctico.
¿Tirarle bencina y prenderle fuego con un zippo? Demasiado Tarantinesco. Y pasado de revoluciones.
Creo que sólo le haré un rayón a la lata de la puerta del copiloto. Será algo simbólico, y ella sabrá que fui yo. Obvio que si.
Voy doblando por la esquina de su casa, caminando por la vereda irregular de pastelones grises, evitando pisar la línea divisoria que hay entre ellos. Paso a comprar agua al negocio de Don Pedro, que no sabe si saludarme con amabilidad o fingir que no me recuerda. Al final su nerviosismo lo hace actuar con una mezcla de ambas. Yo por mi parte estoy tranquilo.
Algunas costumbres no cambian, mi ex sigue siendo una mujer confiada que, fiel a su estilo, deja el auto estacionado en el pasaje. Ok, es poco probable que se lo vayan a robar, pero se expone innecesariamente a que los niños que juegan en la plaza le den un pelotazo y le rompan un vidrio. Esas cosas siempre me irritaron de ella, parecía no pensar jamás en las consecuencias de sus actos ¿Cómo no va a ser eso irritante?
Tengo en mi bolsillo la llave de mi departamento, que será en instantes el arma de mi liberadora venganza. Saldaremos cuentas y ya no quedarán resabios de esta relación tormentosa.
Debo reconocer que el auto se ve impecable. No tiene topones en los costados ni manchones en la pintura.
Todo en él está tal cual lo recordaba, todo excepto el letrero de “niño a bordo” pegado en la ventana trasera.
Me dejo caer en una de las bancas de la plaza. Acto seguido abro la botella de agua para tomar un trago largo. Al otro extremo del lugar una mujer está sentada observando de reojo al niño que está encaramado en uno de los juegos de la plaza, mientras saca su teléfono celular del delantal y graba un mensaje de audio. La reconozco, es Andrea, la señora que iba a hacer el aseo dos veces a la semana.
Tengo que acercarme a saludar, pero no se me ocurre ninguna excusa para hacerlo. No me di cuenta pero ya me tomé toda el agua de la botella. Pienso que en realidad no necesito ninguna excusa para acercarme y salir de la duda. No tengo ni un miserable dulce para ofrecerle, pienso en ir de nuevo al negocio de Don Pedro y volver con una bolsa de caramelos.
— Sabes que es imposible que sea tuyo —dice una voz familiar a mis espaldas.
— Lo sé —contesto, sin dejar de mirar hacia los juegos.