Eran pasadas las seis de la tarde y las tías del Kinder se apuraban en ubicarnos en nuestras posiciones para comenzar la obra que habíamos ensayado las últimas dos semanas.

Mi papel era el de un soldado sin diálogos, cuyo rol se limitaba a ser ejecutado junto a un grupo de otros soldados al final del tercer acto, es decir, más de la mitad de la obra debía estar parado sin hacer nada.

La presentación comenzó de manera perfecta: Los protagonistas eran los niños más aventajados de la clase, y habían memorizado sus líneas a la perfección. Yo me dediqué a buscar con la mirada a mis papás, que a su vez me miraban con expresión de cariño. Al menos el disfraz de soldado me hacía ver simpático.

Luego puse mi mirada en el resto de la audiencia. El patio central del colegio estaba repleto y toda esa gente nos miraba. Me quedé paralizado justo en el minuto en que debíamos movernos al centro del escenario para ser fusilados.

Vi como las expresiones de alegría de mis padres se transformaban en confusión, y advertí que debía hacer algo para revertir la situación. El Pecoso, mi mejor amigo, me hacía señas para que lo siguiera, sin embargo, yo me negaba a ser ajusticiado por el Matías, quien se había dado a sí mismo el rol de verdugo por el sólo hecho de ser el matón del curso.

Hice el amago de unirme a mis camaradas, rodeandolos por sus espaldas, dando a entender que me iba a apostar al final del lado izquierdo de la fila. No obstante, apenas noté que la calma había vuelto a los rostros adultos me abalancé sobre Matías y le quité el rifle de cartón antes de que pudiera reaccionar. Acto seguido, procedí a dispararle en el estómago, cayó fulminado.

Ningún adulto atinó a reaccionar; el escenario era mío, y el guión que había creado en mi cabeza era mucho más divertido que el original. Decidí actuar con rapidez y cobrarme revancha de los que me habían quitado mis sándwiches durante los recreos de ese año. Uno a uno fueron cayendo los pequeños actores mientras el público me miraba perplejo. Yo corría de lado a lado por el escenario disparando y esquivando balas invisibles. A esta altura ya me había ganado el cariño y las risas de la audiencia.

Pronto me di cuenta de que no quedaba nadie en pie, incluso el Pecoso había caído abatido, víctima de mi ataque furibundo. Había llegado al clímax de la obra y yo no había pensado en el gran final. Giré hacia el público, miré a la tía Cecilia y a mis papás, todos esperaban un remate impactante. Corrí hacia el centro del escenario, tiré mi rifle lo más alto que pude y me dejé caer sobre la colchoneta.

 

Risas, ovación y aplausos de pie.

Luego de terminado el acto fuimos a comer helados.