Besó con ternura a su mujer antes de ayudarla a subir a la micro. Una vez que el bus se perdió de vista caminó hasta el semáforo y cruzó la avenida mirando hacia ambos lados. No le gustaba devolverse a su casa a esta hora, pero era el ritual que tenían con su esposa cuando a ella le tocaba el extenuante turno de noche.

Aunque vivía en un barrio peligroso no era eso lo que lo hacía sentir amenazado. Conocía a todos los delincuentes del sector desde niño, se había criado junto a ellos, habían sido sus compañeros de colegio, incluso se encontraba con ellos cuando iba al estadio. No, no era un miedo externo, sino más bien la ansiedad que le producía la oscura soledad de las cinco cuadras que había entre la avenida y su pequeño departamento. En las calles de la población la mayoría de los focos del alumbrado público estaban rotos y el municipio hacía rato que ya no se tomaba la molestia de reponerlos.

Los hoyos de las calles aún conservaban parte del agua caída durante la tarde. Las personas a su alrededor apuraban el paso para llegar cuanto antes a sus hogares, contrastando la escena con su caminar lento, casi arrastrado.

Luego de pasar a comprar pan y los ingredientes para el almuerzo del siguiente día, sacó su teléfono del bolsillo, se puso los audífonos e intentó aplacar su angustia subiendo el volumen de la música al máximo.

Es imposible saber que pasaba por su cabeza segundos antes de ser aturdido por el golpe.

Despertó en un galpón, amarrado de pies y manos a una silla, con el rostro surcado por tres hilos de sangre. Trató de ver a su verdugo, pero no era más que una difusa figura dibujada por la lúgubre luz del lugar.

Su intuición le hizo suponer lo obvio: no saldría de ahí con vida.

En eso no se equivocaba, lo que no podía suponer era la forma en la que iba a morir.

El primer golpe no fue en el abdomen, ni en la nariz. Fue en el hombro izquierdo. Luego se repetiría una seguidilla de puñetazos en el mismo lugar hasta que se sintió el crujir de la clavícula.

Sabía que por más que gritara nadie iba a ayudarlo, el galpón estaba dentro de un solitario fundo acondicionado especialmente para esos efectos. Él lo sabía, incluso mejor que su verdugo.

Quizás fue eso lo que lo llevó a no quejarse, incluso se podría decir que trató de articular una mueca de burla, que fue borrada ferozmente por otro puñetazo.

Terminado de quebrar el hombro izquierdo se hizo una pausa para revisar si no se había desmayado. Fue necesario entonces administrar la primera dosis de adrenalina para revivirlo.

Al día siguiente se repitió el ejercicio, esta vez en el hombro derecho.

Frente a él se había dispuesto un televisor que mostraba en loop todos los goles que había recibido el equipo de sus amores, con especial repetición en las finales que había perdido. Parte de la rutina consistía en que cada dos horas recibía un escupitajo y un corte menor en alguna parte del cuerpo. La idea era que recibiera el mayor dolor posible sin perder la consciencia. Cuando se acercaba el momento del castigo comenzaba a sonar su canción favorita.

No fue sino hasta el tercer día que comenzó a suplicar la muerte. En lugar de eso, vio con los ojos inyectados en sangre cómo se enviaban a los contactos de su teléfono celular todas sus fotos privadas. Eso, más el quiebre de su rodilla derecha fue el menú de esa jornada.

Al cuarto día fue necesario aumentar las dosis de adrenalina para mantenerlo consciente. El olor a vómito recorría las rendijas del galpón. La sangre era langüeteada por los perros del fundo. Su fuerza se agotaba minuto a minuto. Los gritos eran cada vez más sordos, no más perceptibles que el sonido de sus huesos al momento de ser quebrados.

Resultaba difícil de creer que a pesar de la intensidad del castigo el aún conservara la cordura. Se dice que luego de dos días sin dormir el ser humano comienza a perder la razón.

Pude comprobar que no era así. A no ser de que la razón nunca hubiera habitado en aquel cuerpo.

A partir de este momento algunas partes se han vuelto difusas. Creo que en un momento el sueño me venció. Recuerdo lo que soñé, pero preferiría omitirlo, si es posible. Las amarras estaban firmes, de modo que no tengo una explicación lógica para lo que sucedió después.

Me despertó el aullido de los perros. Corrí frenéticamente desde la habitación hasta el galpón. Estaba tirado, en el suelo, sin fuerzas para seguir avanzando. Su sangre marcaba un surco de no más de cuatro metros entre el lugar donde estaba y la silla donde lo había dejado maniatado. Como ya lo dije, no tengo una explicación sobre como se liberó, ni tampoco pude pensar en ello en ese momento.

No, no pude haber sido yo. Yo no me traicionaría, ni a mi ni… Me preparé para este momento. Lo planifiqué todo durante años. Tenía un plan B, C, D… ¡Mierda, tenía planes hasta la R!

De pronto comenzó a convulsionar. No, no te mueras hijo de puta, aún no termino contigo. Una jeringa. Diazepam, solo un par de miligramos. Se detuvo la espuma de la boca.

Bien.

Tuve que extraer desde mi palacio mental los castigos que debía aplicarle. Cerré los ojos y vi que todos los que tenía en mi lista de favoritos habían sido ejecutados.

Todos excepto uno.

Calculo que eran cerca de las 9 de la mañana. El vaho que salía de mi boca me hizo ver en difuminado la masa sanguinolenta en la que se había transformado su cara. El efecto visual no duró más que un par de segundos. Lo sujeté del pelo y comencé a golpear su cabeza con fuerza.

Estoy seguro de que en ese momento sonrió.

Estaba a las puertas del infierno.

Faltaba algo. Fui y puse el playlist de mis canciones favoritas en el reproductor de audio. Me lavé las manos y me puse el overol y el pasamontañas mientras oía sus quejidos ininteligibles.

Le pregunté cual era su último deseo. “Morir” fue la única palabra que pronunció.

Me tomé todos los minutos que pude antes de cumplir su voluntad.

Me saqué el pasamontañas, me sequé el sudor de la frente con el antebrazo el y escupí sobre su cara:

— Solo tenía seis años, hijo de puta.

Mis botas estaban abrochadas. Tomé el cuchillo, le bajé los pantalones y le corté el miembro. Comenzó a desangrarse rápidamente. Luego esperé el momento justo.

Junté la rabia acumulada de todos estos años y salté sobre su cara, que terminó desparramada sobre el suelo.