Cada vez que se armaban los equipos para la pichanga Gonzalo era de los últimos en ser elegidos. No sólo porque era de los más chicos (de edad, no de porte) sino que también por ser de los menos hábiles con el balón en los pies.

La noche anterior había llegado a vivir a la casa de sus padres Daniel, su primo del sur. Daniel soñaba con la posibilidad de entrar a las Fuerzas Armadas, y los padres de Gonzalo tenían ciertas influencias que podrían ayudarlo a cumplir con su sueño.

Gonzalo recordaba con alegría el último verano que pasaron juntos en la casa de los abuelos: la mayor parte del día podían ir a jugar a la plaza y hacer lo que quisieran. Juntos hicieron el primer terrario de Gonzalo, y se repartían el vuelto del pan del desayuno. Una tarde de ese verano se sentían tan agotados de jugar que se quedaron en el pasto de la plaza, tumbados, a pesar de que sintieron hambre antes del llamado de la abuela a tomar once.

–Si te quedas quieto y piensas en otra cosa el hambre se pasa– dijo Daniel.
A Gonzalo no le gustó mucho la idea, pero Daniel era lo más cercano a un hermano mayor, así que confió.

En Santiago las cosas eran diferentes. En el barrio Gonzalo volvía a ser el niño apocado y malo para el fútbol. Por más que practicara en el patio de atrás de su casa, su empeño parecía no dar frutos. Cuando jugaba solo era capaz de dominar el balón con bastante talento, sin embargo, apenas abría la reja de la casa sus piernas perdían la magia y el ritmo que le dictaba su cabeza.

Ese día, y como todas las tardes, se armaron los equipos. Los capitanes eran el Rodi uno de los mayores del barrio, y el Elías, quien tenía casi la misma edad del Rodi, y un estilo de juego más pausado y menos rudo.

La mayoría de los chicos deseaban ser elegidos por el Elías, aunque ninguno de los mozalbetes estuviera dispuesto a reconocerlo, era el preferido de todos. Era a todas luces mejor dotado técnicamente, y no los retaba cuando cometían un error. El Rodi era todo lo contrario, un muchacho bajito y mandón, que no toleraba ningún error.

Como era la primera vez que jugaba y por ende no conocían las destrezas futbolísticas de Daniel, lo eligieron por descarte. A Gonzalo le tocó en el equipo del Elías, a Daniel, en el del Rodi.

Gonzalo partió jugando al arco. No era una mala estrategia, ya que una vez avanzado el partido los demás iban a estar más cansados y él podría aprovechar esa falta de ritmo para jugar con mayor velocidad. Era eso, y que el más malo siempre parte al arco.

La pichanga bordeaba la media hora cuando Daniel tomó el balón y avanzó solo por la orilla izquierda. Su técnica no era la mejor, sin embargo, su velocidad era muy superior a la del resto. Al enfrentarse a Gonzalo, su último escollo, le pegó de puntete, haciendo que la pelota pasara por entre las piernas de su primo menor y entrara tranquilamente dentro del espacio marcado por las dos piedras que definían el arco. Daniel corrió a celebrar junto a sus compañeros de equipo, y el Rodi le dio un abrazo.

Elías decidió cambiar de arquero, el lugar lo ocuparía el Miguel, un muchacho flaco y alto, el especialista en el puesto. Gonzalo pasó al medio campo.

El resultado hasta ese momento era un empate a 4.

Luego de un discutible rebote en el área, el Rodi se cobró un tiro de esquina a favor de su equipo, que el mismo chuteó. Gonzalo había ido a pedirle agua a una vecina que estaba regando, y al volver se quedó pasada la mitad de la cancha, Daniel cabeceó la pelota, rechazándola hacia fuera del área y el rebote cayó en los pies a Gonzalo.

–¡Corre!– gritó el capitán.

Gonzalo tomó el balón con inusitada destreza, utilizando el borde interno. No había en su recorrido más que un defensa y el arquero, tampoco estaba ninguno de sus compañeros más grandes como para darle el pase, que es lo que dictaba la cátedra, por lo que tuvo que avanzar solo.

El defensa rival era el Mauro, un muchacho de su edad. Gonzalo decidió en fracción de segundos y echó a correr el balón hacia la derecha de su oponente mientras el corría por su izquierda. Mauro era un niño más bien robusto, y por ende menos ágil que Gonzalo, por lo que su estrategia funcionó.

Marcelo, el arquero, era la némesis de Gonzalo. Mientras él era un muchacho a todas luces tímido, Marcelo era el “ahijado” del Rodi, también flaco y bajo de porte, que intentaba suplir su falta de físico con una personalidad avasalladora.

–¡Corre Gonza!, ¡llegai!

La pelota estaba a punto de salir por la banda derecha, Gonzalo corrió a toda velocidad mientras veía de reojo que Marcelo salía de su área para arrebatarle la gloria. Gonzalo logró contener la pelota en la mismísima línea lateral que semanas antes habían rayado con tiza molida sobre el cemento.

Marcelo venía haciendo el gesto de barrerse, Gonzalo lo advirtió e hizo la pausa precisa antes de levantarle el balón mientras el cuerpo del guardameta resbalaba por el cemento, por primera vez su mente y sus piernas funcionaban en perfecta sincronía en el verdadero campo de juego.

Corrió con el corazón en la mano hacia el arco. Iba a ser el gol más hermoso que se haya visto en aquella cancha.

Estaba a punto de entrar con la pelota en el arco rival para convertir su gol de manera triunfal, comenzó a levantar los brazos en señal de triunfo, cuando sintió un fuerte golpe en la espalda. La pelota rodó lentamente hasta entrar en el arco, junto con el cuerpo de Gonzalo.

La caída no fue tan fuerte como el sentimiento de humillación. No necesitaba mirar hacia atrás para saber quién lo había golpeado. Se quedó durante interminables segundos en el suelo, aguantando las lágrimas, mientras escuchaba las solapadas burlas de sus amigos.

No pudo aguantar, las lágrimas brotaron sin que pudiera contenerse. El momento más feliz de su vida futbolera había sido frustrado por el mismo cabro que se burlaba de él cada vez que podía. La mezcla de rabia e impotencia se apoderaron de su mente, hasta pensó en irse para la casa y dejar botada la pichanga.

–¡Rodi!– gritó una voz.

Gonzalo se dio vuelta y vio a Daniel corriendo a toda velocidad en dirección al capitán, quien permanecía estático frente a la fuerza arrolladora que le venía encima.

Daniel conectó un puñete certero en el mentón del Rodi, quien cayó de inmediato al suelo.

–Nunca más te metai con mi primo, conchetumadre.

Se produjo un silencio sepulcral en la cancha. Todos, incluido Gonzalo, esperaban la reacción del Rodi, quien permaneció tirado en el suelo.

Todos menos Daniel, que partió a buscar la pelota y de camino levantó a Gonzalo del suelo. El juego se reanudó, todos fingieron que no había pasado nada. Esa fue la última vez que el Rodi fue capitán. Poco después su familia se fue a vivir al norte.