Evitábamos jugar fútbol frente a la casa del viejo inglés, de quién supe (años más tarde) fue un célebre detective.

Hace pocos meses supe que estaba en su lecho de muerte, cuando fui a visitarlo le confesé que yo había sido el niño que aquella vez le había roto el ventanal del comedor de un pelotazo. No me respondió.

Salí de su casa con la idea de que aquel fue el único misterio que nunca resolvió, pero luego deseché la idea: Era demasiado pretencioso de mi parte.